Cuando llego te encuentro arremetiendo contra el
ordenador
como si hubiera cristales en la teclas
y te paras
y me miras
con esa mirada que busca el último hallazgo que surca mi
cerebro.
A veces no levantas la cabeza hasta pasado un buen rato
y entonces me sonríes.
Luego regresan tus pensamientos a las entrañas de la computadora
y yo me quedo esperando a que pase algo
a que llueva
o que las ventanas se empapen de cielo
pero nada ocurre.
Otras veces oigo los tacones que golpean el estrecho
túnel
que nos separa del lugar donde habitamos
juntos.
Anticipo tus ojos dos instantes antes de que tus manos
abran el pomo de la puerta.
A través de las paredes juego a dibujar el contorno de tu
rostro.
Hay días que hablamos
como hablan los que tienen cosas que contarse
y nos escuchamos
desde dentro,
incluso nos despedimos con el alma más grande
como si hubiéramos descubierto el color de las palabras
o el calor de las silabas que se mastican en los labios.
Entonces generalmente el reloj se para. Las horas suelen
llegar a ser segundos.
Algún día nos hemos ido lejos, nos dejamos tentar por el
viento.
Recorremos el camino a más de 180 kms por hora y no
paramos ni para ver el color de las nubes,
ni para descubrir el paisaje pintado que vuela a la
altura de nuestra nariz.
Ocurre que enciendes tu ipad y me dejo llevar, intento
atravesar sus pantallas con la irreverencia de mi instinto
y probablemente me pierdo.
Entonces tu guías a mis dedos a través del laberinto.
Dirección la salida.
Allí me paro esperando un nuevo olvido.
Y te digo que eres la mejor
porque me entiendes cuando apenas puedo hablar
me sostienes con la dulzura de tus gestos
y te ofreces a mis
dudas como quien se deja mecer por el mar.
Y yo
al fin
descanso
entre tus parpados que me conducen al sueño.